Eran las 4:37 de la madrugada y estaba
nadando en el medio del mar. Digo en el medio porque no veía ninguna costa a mi
alrededor. No sabía cómo había llegado allí ni cómo sabía la hora exacta sin
llevar reloj.
El sabor a sal y los ojos ardiendo como
cuando era chico y no dominaba muy bien el champú, me hicieron entrar en razón
y ya sabía por qué estaba flotando en el medio del mar.
Nunca había visto una ola tan grande. Ni
tan cerca. Ni tan oscura. Porque la única luz que había alrededor del sigiloso
mar era la de nuestra fogata.
Sabíamos que era peligroso ir a pescar de
noche en el mar Caribe, pero más peligroso era morirnos de hambre. Lo que no
sabíamos era que las balsas de bambú no son tan resistentes como en las
películas.
No teníamos muchas opciones.
Mi amigo, que sabía muchísimo de todo o
se inventaba todo con tanta seguridad que te lo hacía creer, me dijo que los
salmones rosados se quedan quietos por la noche. Entonces, con nuestra red, sería
fácil pescar por lo menos dos o tres.
Cuando me habló de los salmones rosados
yo me imaginé en un restaurante dorado con manteles blancos. Yo estaba sentado
solo. No me acompañaba nadie más que mi plato de salmón rosado a la plancha con
unos detalles de salsa gorgonzola y unas papas noisette a su lado, adornadas
con unas innecesarias hojitas de perejil. Todo este plato tirando humo en
cámara lenta.
Por eso accedí y le dije que sí. Que
fuéramos a pescar.
Miedo, teníamos. Hambre, teníamos.
Esperanza, también. Pero cuando pasó lo que pasó, lo único que quedó de esas
tres cosas fue la primera. Las demás desaparecieron.
Fue un solo golpe. Seco y terrible. En el
medio de la balsa, que en realidad eran unos palos con otros atados con una
cuerda. Eso no se podía llamar balsa por más de que la llamáramos balsa.
Recuerdo que mientras me caía al agua,
pude ver unos ojos enormes frente a mí. Sinceramente, no sé si eran los de mi
amigo o los de otra cosa que todavía no sé si era lo que pienso que era.
No soy psicólogo y he leído muy poco en
la secundaria sobre Pichón Rivière, pero puedo asegurar que no estaba en el
mejor estado mental que se puede estar. Estaba en el medio del mar, sin ver
casi nada, cayéndome de la especie de balsa y sin saber qué nos había golpeado.
Y pensar que cuando uno está en el sofá de su living, bien abrigado y viendo
una película mientras llueve afuera se queda dormido, dejando pasar ese momento
tan increíble que sólo se valora cuando uno se cae de una balsa de mala muerte
en el medio del mar Caribe.
Eran las 4:38 de la madrugada y nadaba
sin parar, queriendo hacer pie cerca de la fogata. Frío no tenía, pero sentía
escalofríos mientras pensaba que la cosa pudiera arrancarme una pierna de un
mordisco.
De chico, era parte del equipo máster de
natación de mi club. Y cuando aprendes la técnica, nunca se te olvida. Excepto
huyendo de algo que no sabes qué es. Porque si hubiera visto alguna aleta de
tiburón, estoy seguro de que hubiera nadado mucho más rápido y sincronizado.
Pero no sabía de qué me estaba escapando.
De todos modos, eso que pensé por un
segundo se me olvidó cuando me acordé que estaba dejando atrás a mi amigo. Y
nunca supe si él sabía nadar.
En ese instante me pasó lo mismo que le
pasa a alguien que hace una pieza de arte y se da cuenta de que está mal y
tiene que comenzar de cero. Tuve que olvidarme de lo que había avanzado para
volver a buscar a mi amigo, que no sabía dónde estaba.
Flotando, sólo pude ver una sombra de una
bola de palos y cuerdas. Fui hacia allí. Había pasado menos de un minuto,
aunque a mí me hubiera parecido una hora. Empecé a gritar su nombre sin recibir
respuestas. No sé si me preocupé más por su vida o por quedarme solo en la
isla. Creo que por la primera, pero pensando profundamente en la segunda.
Entre grito y grito, se escuchaba el eco.
Pero resulta que el eco no era el mismo nombre. Era el mío que venía desde la
playa.
Supuse lo obvio y lo más esperanzador.
Por eso nadé rápidamente, utilizando la poca energía que me quedaba.
Llegué a la arena. Y no puedo expresar
con palabras lo que significó tener los pies sobre algo sólido de nuevo.
Tampoco puedo explicar por qué no había nadie cuando llegué a donde escuchaba
mi nombre.
De repente, el silencio. Y de repente,
otra vez el eco. Pero desde el mar.
Yo ya no entendía nada. Y mucho menos
entendía que hubiera eco cuando antes no había un grito.
De todos modos, después sí hubo gritos. Y
muchos. Que sí decían mi nombre. Y, claramente, esta vez sí era la voz de mi
amigo. Cada vez más silenciosa. Como el eco.
Finalmente su voz se ahogó de tanto
llamarme, mientras yo sentía mis piernas latir de cansancio.
Después de varios minutos sentado en la arena, con la cabeza hacia abajo por no querer mirar más dos cañas de bambú flotando e iluminadas por la Luna, comprendí que, quizás, el monstruo más temible que existe dentro del mar, y también fuera, se llama Miedo.
Después de varios minutos sentado en la arena, con la cabeza hacia abajo por no querer mirar más dos cañas de bambú flotando e iluminadas por la Luna, comprendí que, quizás, el monstruo más temible que existe dentro del mar, y también fuera, se llama Miedo.
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